Fue padre quien se ocupó de buscarme residencia
en aquella ciudad donde iba a cursar estudios.
Y la encontró en el Hotel España
-un amigo se lo recomendó,
en mala hora-.
Me dieron una habitación oscura
y sin calefacción, la número treinta y tres
situada en la última planta
de un edificio ruinoso.
Afuera llovía continuamente,
dentro de mí también llovía
sin la menor pausa.
Fueron cuatro meses y un día,
igual que una condena
de la que yo mismo
me liberé.
Lo que nunca sabré
es qué delito cometí
para merecerla.
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