Enciende la luz amarilla, responde a la voz oculta, la lágrima en el vaso y un corazón de Jesús en tu nombre, la verdad de un músculo que no sufre la densidad de ninguna materia, la música es un soliloquio de perlas encendidas, en la mesa de boj los codos y las manos como serpientes ágiles y la estatura de mi voz, el sudor que ensucia el vidrio, la ginebra tan clara como un mar blanco, el desorden en mí y la luna que nadie ve, los restos del alma, el fingidor con su palabra de merengue y caramelo, la savia en las venas y sobre nosotros el humo en procesión, la corona de los diálogos, el curvo gesto de Manuela, la risa agitada de Luis, la melancolía en el rostro de Palmira, la maldad implícita de Roque mientras chupa a fondo el ducados, y yo solo ojos, mirada, mi boca muda, cremallera que no puede abrirse aunque el temblor del labio pretenda rasgar la hendidura, otro wiski pide Juan, ya tan temprano, colores de neón, fluorescencia, espejos ahítos de luces artificiales, botellas en fila como soldados ebrios, de caoba el mostrador, pinturas abstractas en las paredes de roca, el ritmo de samba, la médula del cantautor derramándose en canciones tristes, la cicatriz del camarero en su mejilla de gánster, los pechos grandes de Laura bajo el organdí de la blusa, la luz ámbar de un foco que ilumina el azul cromático de un jersey olvidado, la rosa que a Eugenia le regaló su novio, el chocar de los vasos, un espasmo de atmósfera viciada, los lavabos semiabiertos, otra vez la misma canción, a la misma hora, en idéntico segundo, ha sido Ángel, y un pensar de pájaro que me lleva al sur, al ártico, a la jungla, a cualquier sitio que no sea este espacio que se repite como un eco de música y palabras, es otra noche en el “Gallo de oro”.