Da igual crepúsculo que mañana, luz que sombra,
la
ventana se abre como se abren mis párpados
al
eco de unas imágenes que nunca murieron,
la
humedad en el cristal, las gotas de una lluvia feliz,
el
aire que deja en las esquinas guedejas de sal,
la
arteria de mi calle con edificios como dientes multicolores,
negocios
con nombres ancestrales, cariñosos nombres
que
se dicen con los labios rozándose igual que cortinas
apenas
abiertas al corazón de la luz y la brisa marina.
Y el
faro, lápiz de piedra, ojo incandescente, testigo de aventuras,
de
furias y velámenes henchidos como bocas de cetáceo,
mejillas
que reprimen la tos del huracán, delgada la cintura
que
enrosca la playa con una serpentina de arenas
que
es besada por la espuma salvaje que pulen los vientos,
y la
escuela, aquel pebetero sin lágrimas, las voces libres
que
juegan en los patios, escuchan indolentes los niños
las
prédicas del atardecer, las explicaciones del álgebra,
de
la física, del lenguaje, de la historia y sus invencibles huellas
que
trascienden como ángeles guerreros en países olvidados,
terror,
imperios, mitos, leyendas y cruzadas, guerras y hambre,
pulsión
viva del devenir que deja metáforas de héroes en las pizarras
vacías,
en
las ventanas que ya no son vientre de realidad sino locura de reinos,
ambición
de trenes sin pasajeros en la azul mañana de la escuela,
matemática
atroz escrita a hierro y fuego sobre la piel de la tierra,
en
retratos de reyes, de próceres, de místicos, de científicos, de
salvadores de la fe,
de
lideres sin estandarte que nos dieron al fin la comunión de la
democracia,
el
voto en las alas de la mansedumbre.
Y también observo cómo se dibuja bajo la piel del cristal la ciudad del agua,
la
lluvia allí es un niño enternecido que llora abriles,
flores
de manantial, vierten las nubes el napalm de la bendición
que
es gris como un metal líquido que se derrama en flores
de
una fuente que canta al posarse en las ropas azules
como
pájaros de agua sobre el hombro de un adolescente,
allí
el despertar al deseo y al éxtasis, allí la juventud y los cometas
por
el cielo en relámpagos de vida, allí las aulas decapitadas
por
la sangre febril que hierve en las montañas de la noche
igual
que lava roja fluyendo sobre la isla de la decrepitud.
Y la
formalidad, las heridas de lo real, mi traje que desmiente
la
melodía del color, un automóvil blanco y otro azul, gris perla el
último
por
donde transita mi otro yo, el que ya no anuncia tempestad en la
niebla del hoy,
el
que reproduce la mecánica de los relojes y ve en los espejos un
árbol ajado,
con
hojas ya caídas, retorcidos sus hombros como ramas combadas
por
ese aire que se filtra en las almohadas del despertar
a
las horas tristes de la melancolía, todo eso está en mi ventana,
también
la luz que aún ilumina la penumbra de mis ojos.