Como el alfil del esplendor la naturaleza blanca de su nombre.
La delgada línea del misterio era para mí el
hilo que reproducía
en los espejos el mástil florecido de las tardes
cuando el sol anunciaba la voz turgente de su
almanaque.
Plácido el camino de los días por las rosas de
abril
y los vagos apuntes de la desmemoria
porque en su imaginación el verde, la lluvia, el
mar de invierno,
la ermita como una promesa alucinada, el volcán
de las noches,
la atmósfera de candil y la música abrevando en
el aljibe del sueño
eran puntos de luz entre las sombras proscritas
del pasado.
Todo un mundo de olvidos pintaba su luz con
ángeles de amor
en el portal de la ilusión, en la quimera dócil
de las bocas
que dicen adiós como quien sucumbe a la corriente
de los paraísos del agua.
Isla en el parteluz del río, catedral de humo en
la noche de los piratas,
su barco en la lejanía fue solo estandarte de
galeón,
tibias y calavera sobre tapiz negro que surca la
clepsidra
de un mar hostil como aquel que ignora la atracción
de la luna
por las largas avenidas de la intemperie.
Himnos de lógica y costumbres viejas en su
atardecer,
huida de sí como fantasmagórica imagen,
polvo vacilante en la habitación abandonada,
ministerios donde descubrir expedientes adúlteros,
consejos que escribió al pie de las hojas con
caligrafía de mártir.
Igual que la riada que retorna a su cauce la
historia crece en sus bolsillos,
árbol de ciudad su cintura, frágil la
red que tensa
el músculo de un solo títere, riesgo que
avanza
con pasos de noche hacia la yugular vencida
por el filo inmortal de los recuerdos.