La luz en el enjambre de la noche
con su mortaja multicolor
ilumina
el rincón en sombra, la sed de los espejos
donde
hallo el perfil de tu rostro inmóvil
me
llama desde la antigua edad de los músicos,
la balada del cantautor, el ritmo de unos pasos ocultos
por
la niebla más dulce, la lluvia en el ventanal como haz de cabellos
diluyéndose
por la piel del cuarzo en melodía insomne de colibrí.
El
ojo abierto al susurro tras el visillo verde,
el
perdido aliento de una nostalgia que acaba de nacer
como
pétalo de rosa al azul de este cielo
que
clarea en silencio de ceniza,
en
brote de árbol que se abre a la luz,
en
fruto de tu boca muda,
persianas
que caen sobre los párpados
como
una brisa de mar,
el
foco en tu habitación vela la historia que sueño,
enciende
la realidad con su atrofia blanca
más
allá del cuadro que tras el oscuro dintel imagino.
Anémonas de verdor lacustre en orillas quietas,
vitrales
de catedral ardiendo en la palidez de tu rostro,
los
puentes ornados con vírgenes del medievo,
los
tranvías que perdimos sin que importaran
ni
su color ni su número ni a través de que línea,
de
qué ciudad, en qué suburbio o esquina
o
ante qué encrucijada de rótulos, arboledas, páramos
su
esqueleto de metal zarpó con las astas eléctricas
clavándose
en la red longilínea que cruza ríos y túneles,
cumbres
y valles, plazas viejas y plazas nuevas,
estaciones
y jardines de altos álamos, pinos y tejos
que
sobreviven al humo y al rumor de los vehículos
que
braman como pájaros mutantes de acero y plástico.
Como
bestias que no se detienen ante los semáforos sin luz
ahora
que los rayos de la tormenta serpentean por avenidas
de
un cielo oscuro y voraz hasta caer en la luna de mis ojos
enceguecidos
por el visceral delirio de la noche.