que se desvivió por convertir en norma
lo que ya era costumbre entre las gentes.
Ninguno cuenta las brazadas del otro,
ellos saben que hay un límite de cemento y loza
donde el agua se estanca como un charco infinito.
Los nadadores nocturnos no tienen nombre,
son fríos como un pez del ártico,
pero nadan en las aguas cálidas del recuerdo
con la precisión del atleta
que ha recorrido mil veces el mismo surco.
No se desvían,
alzan los brazos,
los hombros son una metáfora,
las piernas un ángelus de espuma,
el horizonte una nube o un mural
donde viven las ninfas.
Son especímenes de un acuario cristalino,
aunque pisen la atmósfera turbia de los días
cotidianos
-un trabajo sin futuro, la casa de desportilladas
paredes,
los semáforos, el yo de la materia y el tacto del sol
en la piel seca-.
Avanzan y repiten su soliloquio lineal,
la respiración se duplica;
los ejércitos de la sangre son campanas en la niebla,
azucares que ronronean en la boca, en las papilas,
en la serpiente de un cuerpo mojado por las moléculas del
azar.
Al irse, un relámpago en la mirada les devuelve un
signo cómplice,
mañana otra vez nadarán lejos de la oscuridad,
en la placenta de la vida, sonámbulos y alegres,
tras dos horas de amor y silencio.
Elegir el negro, no un color.
Detrás estaráMe reflejo mil veces en la araña de cristal.
El exilio puede ser: voces distintas,
la lluvia dentro, un hotel sin alma
como un papel no escrito.
En las escaleras crujen mis pies,
el mármol perdió el color,
huele a naftalina,
al óxido de la herrumbre.
Es como si alguien devolviera a la vida
a los personajes de las fotografías antiguas,
una educación exquisita,
el chaleco raído y la vejez en los párpados.
La luz amarilla,
panal de abejas silenciosas
en un mundo transparente
de telarañas de bronce.
Habitación sesenta y tres,
lluvia en el cristal,
canto de ascensor en los oídos.
Mi nuevo hogar.