Yo solo busco desnudez, ningún traje ni ornato,
ningún abrigo de árbol, nadie que me dé sombra,
el desierto y el horizonte con la única flor de la
vida.
Mi boca grande dibujó cúmulos en tu mapa,
mis hombros de analfabeto querían vocales omnímodas,
serpientes que enroscaran tu virtud,
un pábilo rojizo que nunca se extinguiera.
Pensé que mis orillas relampagueaban
como si en cada isla soles infinitos,
escarpias de luz, manzanos cósmicos,
criaran la aurora bajo la lengua y el humus de tu
nombre.
Esperé ladridos en las venas,
mi corazón- rojo pómulo que tirita sangre-
trotaba como un caballo sin ancas,
volátil en el arco iris que, profundamente,
tracé en los capiteles de tu templo.
Vivir en el río árido,
de la humedad el don de los batracios,
de la jícara la atmósfera líquida
que te entrego con un ardid de madre vieja.
Falaz es la luz que se arrodilla en el puente,
nunca moramos en la raíz sin pronombres
de quienes halagan la fosforescencia del túnel
que solo ellos contemplan.
Estamos lejos del infinito, lo sé
porque las hormigas siguen tu cortejo de vírgulas
negras,
insomnes cariátides que roban al candil un memorándum
o un ciclo astral de confites y pétalos abigarrados.
La luna vierte doce jinetes de alba sobre tu peca
voraz,
allí hay suburbios y oasis,
lúgubres palmeras sin áspid,
gorriones ciegos que nadan entre las vértebras del
súcubo,
jardín insomne de la agonía.
Y vendrás
a este lago de amapolas ambiguas
y pasará el tiempo con ceniza en los labios
y veré el ósculo perdido
cuando en las noches del albatros invoques a los mitos:
Ulises y el mar,
Ícaro y su tozudez,
Jasón y su vellocino infame,
Calipso y el Cíclope
en los hexámetros sin rúbrica
de aquel viejo soñador
que algunos llamaron
Homero.