¡Ah! qué pájaros de lluvia asoman en el
cenit,
mi camisa de rojo carmesí fue flor en el
seno de un jardín,
vi la sonrisa de la nieve en la fría losa
de un aula,
amé a las estatuas por su mástil eterno
que se alza incontestable, en el silencio
del aire,
bajo pérgolas de gloria, sin que las alas
del tiempo
rozaran su máscara de mármol, de hierro,
cobre o estaño
¡son tantos los rostros que saludan a la
lluvia, al sol,
a la intemperie gloriosa, al ajedrez de
las plazas
donde tu pisaste la ceniza del rocío!
Desnudo, quiero estar desnudo ante el
beso de la lluvia,
gotean las gárgolas, mil hilos de agua
estéril
descienden por la fachada gris de la
catedral
que acoge hálitos de peregrino en sus
agujas góticas,
en su ábside, en su rostro espiritual de
hornacinas y musgo,
en el pórtico ennegrecido por la absurda
negación del tiempo,
en los caños de la fuente, en la boca donde
cinco yeguas
vierten indolentes calderos de lluvia,
río sobre río,
catarata de abril, murmullo de manantial
en la fría piedra
que embalsa en un abrazo de acuario
virgen su caída,
infantil luz del crepúsculo que dora los
corales
con espigas de sol-los peces son de oro
por un instante, nada más-.
Y yo crecido desde el charco más pequeño,
linterna líquida con palomas mojadas
vertiéndose en una luna seca y febril,
y ese alfanje que es como un dios de
lujuria,
el reflejo lumínico de una voz que ahora
recorre
el corazón de la borrasca y me salpica
con su ansia oscura
de animales en celo, con el rubí de su fluido,
mientras el alar me protege de este
chaparrón
que cae sobre mí como un alud de rencor y
aguas,
su frenesí es una bofetada que me baña de
luz y lluvia.