Es blanco el mar o lo fue en el sintagma que
describe
la insólita armonía de los planetas, dije yo
seré, qué,
nieve, azúcar, algodón, nube, pero era verde
como la esmeralda que nunca vi,
era azul como los ríos de lava en mundos
desconocidos.
Quise comprender las palabras que mordían la
noche,
el sol de los vocabularios cuando el álgebra
inclemente
se volvió sombra en los códices bajo unos textos
que nadie consiguió descifrar.
Quise volver al origen multicolor de los barrios
donde nací,
no lo logré: hoy son presencia de espectros,
plazas invertidas,
chirrido inaudible de patinetes; antes basílica de
juventud,
memoria urbana del crepúsculo, madrigal de los
éxtasis en flor.
Fui la espera del vigía justo cuando la bruma
ignoraba
los rostros que han puesto proa hacia las islas
del olvido,
con sus bajeles que no han cesado de viajar
por los deltas de unos días sin océano
en que verter las esperanzas crecidas tras los
ojos del ensueño.
¿Y tú qué ves ahora, tal vez rosas rotas en
catafalcos de herrumbre,
jardines que regó la lluvia que manaba de tus
dedos
como un rocío infantil apenas esparcido por la
brisa
que los relojes dejaban como una huella en los
círculos del tiempo?
¿y el amor, el deseo, su cáliz herido, la rubia
candidez
que me pobló como una ola, tan próxima a mí,
a la que puse alas para descubrir que no era
pájaro?
Pisan mis pies espinas que ya no duelen y no soy
héroe
ni hay en mi frente ningún orgullo que corone el
desliz
que acompaña al río que invita a mi ser a
derramarse,
igual que un búcaro cuya pared se agrieta y
filtra la epopeya
del recuerdo con esta voz que llama a quien ya no
está,
muy bajito para que nadie escuche el diálogo
eterno
que sacia mi sed, tan viva como la luz que nace de
mis ojos
aún ardientes como teas en la cueva donde, la
piedad, aguarda al futuro.