Es el tren
del miedo,
el tren de la
duda,
el tren
imberbe que atraviesa las líneas borrosas del sur.
Yo,
pasajero de su avidez,
inmóvil fantasma
que se alimenta de su fe infinita,
rosario que
vierte su canción de ejes y agujas,
de vértebras
pulidas por la chispa feliz de todos los días,
de todas
las noches en que un amasijo de acero
se vuelca
hacia un horizonte de dunas,
llanos, túneles
de fiebre,
sin
candiles en el óxido de los hierros
donde viven
orugas, lagartos, palomas viajeras…
Oh!
perversidad que gimes sobre un raíl que parece labio de confín,
armadura de
un ejército que muere
bajo el círculo
de la bóveda celestial,
armazón que
cruje
-grita,
llora, aúlla-
como un huracán
uncido,
como la larga
cabellera de un tótem
que se
agita lo mismo que un enjambre loco,
dentadura
que siega la inutilidad de los horarios
-¡ay madre
que no llega el tren!-,
quieto, con
la nieve acosadora mordiéndole,
bajo la
tormenta se oye un febril arpegio de chillidos
(ratas en
los vagones)coro rabilargo que crea nubes en el paisaje,
nubes de ángeles
sobre un portal de escarcha,
bajo el
firmamento el carámbano azul, en la mies un lloro,
en los
campanarios el perfil sin lágrimas de la cigüeña,
cables y torretas
igual que árboles de metal,
ninguna
sombra,
ningún
penitente en la llanura...
Viajo, prosigo, con
la salmodia de este tren sin alma en mis oídos,
suben
madres ociosas, hombres distraídos,
estudiantes
que le han robado horas al sueño
-los
móviles eternamente encendidos-
y este
murmullo de hojarasca, el ritmo de las traviesas que me acuna,
un lago(líquida
luz), el olor humano que atrofia los minutos,
¿hacia dónde
voy?(el mar no esta cerca),
en qué pálpito
de la tierra me bajaré,
estación
perdida, la última estación
que morirá
mañana
cuando alce
mi voz al despedirme,
al
preguntar por dónde se va a la isla,
cuál tren
me llevará a la Atlántida,
en qué Ítaca
el vapor de la locomotora
será un beso
de algodón verde.