Te agarrabas al color de las
habitaciones como un ángel triste.
De galerías y parqué roído el
amanecer de tu casa,
luego una luz amarilla y el
sofá de flores,
un rumor de sábados sin final,
las colillas que posaste en
el ataúd de los pitillos con carmín rojo
y mil brasas como heridas que
no cesan.
Era tu otro hogar un suburbio
de paredes húmedas,
un espacio donde la luz moría
en el cristal
sin darle a la esperanza una
razón.
Y en el confín de tu nueva
casa sonaban clarines y voces militares,
un olor a naftalina, a
muebles de otra época,
pero tú enhiesta como un pino
austral
lograbas que el frío no
tuviera memoria,
que en los leños imaginados
un calor de septiembre nos
acompañara
como si fuéramos aves
migratorias en la elipse
de un aire tranquilo, con corrientes
de azar,
una dulzura tibia que hiciera
latir nuestros corazones en vuelo.
Todas tus casas te olvidaron porque
tú querías infinitud,
no el transcurso breve de lo
mudable,
también me perdiste a mí que
nunca fui roca ni raíz,
más bien una nube que se
cansó de ser noche en tránsito
sobre tu cielo volátil de
hogares perdidos en la niebla.