no el tuyo,
semilla de un viernes en el abril que llega.
Tus ojos son blancos como nieve dulce,
se abren los istmos
y tú finges,
golondrina del azar que viajas en trenes de invierno.
Yo te vi en la lluvia escarlata,
apenas un clavel mojado,
sin color,
el ovillo de un cuerpo que limpia
-escobilla de agua- la fe del día,
el rostro popular de los pájaros que huyen.
Te presté mi máscara rojiza,
supe que el cristal se desnuda en tu piel,
los segundos como una atmósfera de arpegios,
música indolora que te posee
con un son de espumas.
La ciudad no ha dormido,
hoy te viste con flamígeros rayos,
trasluz en las plazas que atisban tu sombra.
No hablamos,
la distancia es un río frágil,
cardúmenes de dalias,
leve polen que cae virgen en tu halo astuto,
corona de fósforo encendido
que ilumina el calcañal,
la curva donde la ósmosis de los lirios resplandece
como un ángel neonato,
sin alas,
sin púrpura,
sin la túnica inocente de los niños maduros
que hablan por ti a las estrellas del albor,
bajo una cruz de resurrección y campanas azules.
Te invito al confín de los himnos,
una copa sin vientre,
un diamante en la palabra,
el acento de una gárgola que me besa con tu voz de enero.
Ahora ya conoces mi historia,
no es distinta de la tuya;
pero, dime ¿tras qué amanecer el viento crepita
entre las alcobas de un ruiseñor sin canto?