Un día aprendí a volar, aún era niño.
Explosionaban a la vez todas las estrellas de la vida por llegar,
sin quietud, sin la mirada en los espejos de la edad.
Asombrado, como la cría de un animal ante la luz,
que rompe la crisálida de sus ojos con el incendio multicolor
que puebla las raíces del mundo.
Aprendí a volar porque también se vuela en los sueños
que no se cumplirán, las alas duran lo que dura la infancia
más tarde somos pies en camino,
átomos de un árbol que se empina,
lentamente, hacia un sol que ignora su altivez.
Exige el cuerpo la salvaje canción de la alegría,
el tránsito del pájaro por el mar azul de la ilusión,
amores que seducen a la inmortalidad
con la voz rebelde del conquistador
en unos labios mojados por la lluvia de la juventud.
Mujeres en llamas con el brillo de la piel como haz de cometa
en la ternura de las manos, y la razón vestida de azabache,
la sombra del frío que escarcha la raíz de los horarios.
Esa nostalgia de ángeles en la dura sed de la espigas,
un transcurrir de pétalos arrumbados por el viento en las aceras;
este vidrio donde mi rostro se vacía
como un manantial que el sol agosta
bajo una clepsidra que ha perdido su agua.
Un día me olvidé de volar, ya era hombre.
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