Siempre está ahí, con sus guedejas oscuras esperando la caída
de la luz, madre de las sombras, corazón de la efigie lunar,
negra espiga que alimenta los sueños con su trigo celeste;
señora muda que hace del silencio un ardid donde la vigilia
son dos ojos insomnes que vuelcan sus iris hacia la luz artificial
de los faros marinos, hacia las ventanas donde asoma la frente
del culpable como una herida que deja en el cristal huellas
de un lamento estéril, hacia el solitario vagar del desahuciado
por las calles de la melancolía, hacia el rostro del vividor que visita
las horas en que los relojes son libres, y le tientan y le buscan
con cantos de sirena en sus agujas de plata; dos ojos que no
pueden dormir porque los habita el miedo de no volver a despertar.
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