¿Sabes, madre, que existen auroras nunca vistas en los cielos del azar?
Duerme canción del otoño que los frutos de mi lengua
recuerdan las palabras que nombraron a los bosques
entre el color de la música y los nidos de la quietud.
Crecí con la brújula amante de un sur cuyo índice de metal
quería ver a los caballos de la noche
bajo la luz de un futuro diamantino
de perlas infantiles en mi cama de soñador.
Viví en los recovecos de la memoria
porque el tránsito de un rostro se clavó en el confín de un río
que no movía sus alas de agua con la pasión de una fuente mordida
por el deseo de la edad más temprana...
Tuve entre mis manos un sol mínimo, un volcán tan diminuto
como una gota en llamas sobre la tez enorme del infinito océano.
Quise que abril mojara las calles con la savia de una juventud en celo
mientras los pájaros morían poco a poco en las redes armoniosas del olvido.
Y llegó a mí el ángel innúmero de las estaciones al alba de un amanecer
que no supo encontrar ningún anclaje en las vértebras de un manantial
que me arrastró hasta los jardines del adiós entre orillas de nieve azul.
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