El pan de los ecos revive en los espacios de la fugacidad,
la mano infantil que aprieta el ancla de una mano de adulto
en paisajes sin luz, la lluvia como perlas traslúcidas,
inmóviles en el mapa del cristal, donde arcadias del porvenir
nombran a los espejos aún no reconocidos por el envés de la juventud,
el canto del mar tras el duermevela de todos los días sin paz
antes de que la cortina del párpado ice sus velos con el ímpetu
de un animal herido por las flechas del ensueño; la ciudad del agua,
el gris como un color de lápices que pintaran nubes oscuras
en los rostros de la noche, nubes que se vuelven blancas
bajo el rocío del neón y los tubos glaucos de los hospitales,
que se reflejan en la mirada vítrea del amigo, en la camisa
transparente de Beatriz que deja ver sus senos de plata
como dos faros que brillan entre una cordillera de sombras;
y los vértices, las columnas, los campanarios, el musgo del sillar,
el ansia del trasluz con el acento de la música en la nave dorada,
la catedral en los ojos como un souvenir fiel, con una letanía
de oraciones en mi voz que repite los nombres y las citas,
los lugares desnudos, vacíos, las playas sin el rumor
de la ola, los pubs aún con el aliento de las esperas, la soledad
que se diluye en los pétalos de los claveles recién nacidos.
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