!Ah! qué llovizna de fuego en mis ardientes alas
que han llorado en los espejos por no ver al coro
de la luz donde el espíritu crea laberintos de bondad
en las ramas del árbol de la vida.
La fe sin lunares en la rojez de la clepsidra
que agota las líneas del tiempo
-somos eternidad, alma de niño, estrella blanca-
con el rocío de una liturgia de palomas al aire
y oraciones de esclavitud lejos de la omnipotencia clarividente
de los espacios creados por las banderas de la palabra única.
En los balcones de la anunciación y el sigilo, de la piedad y la nada
convertidas en un don, contemplo la desnuda codicia, el perdón inútil,
la historia de los perdedores bajo los puentes tan oscuros como la pez
naufraga del desaliento.
Y vivo con la frente alzada hacia la cruz de la mortalidad
mientras en mis alas el tizón de la noche arde entre aullidos de rebeldía y furor.
!Oh! ángel mío, pájaro celeste de la bienaventuranza, ven,
únete a mí para no caer en el abismo de la luz vengadora,
desde la débil soledad de los profetas, sin un dios que nos ampare,
cuando ya nada queda sino esperar a que el mundo nos olvide
y sea el perdón una nube que el sol castiga a morir bajo el aliento hostil del día.
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