La palma de hojas verdes en el vestidor de la madrugada
y la gran acequia que es tu río de orillas y nieve.
Fluido del pálpito con las venas abriéndose en círculos
como las preguntas que al azar escribe mi mano
dentro del cristal de tu seno gris.
Tizne de la quietud en la enredadera que mancha
con el alquitrán de la pez los párpados del ángel,
acechante, mortal en la moldura de líneas redondas
bajo la cincelada canción de los niños futuros.
Sin la costumbre avizor de las palomas en el alféizar húmedo de la seda,
sin el dintel de oro ni las flores blancas en el búcaro.
Sin la paz de los espejos que una luz ámbar,
incauta luz del festivo candil, deposita en los hombros
que ahora empiezan a verterse como dos alas inútiles
sobre el cielo de unas sábanas de encaje azul.
Es el dulce silencio, la falsa memoria muda de los relojes
sin labios en la noche de la lágrima y los búhos ciegos;
es el mimbre que urde con nudos de red multicolor
las enaguas de tu abril dormido, quienes a ti te invocan
como a un rayo de sol en el carmesí de los vitrales
de una catedral somnolienta.
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