Pasan los ejércitos de las horas entre aires calmados
o de vendaval, sin que la edad sepa cuál es el día de la quietudy cuál el del asombro, la desgracia o el del feliz arpegio
de una música que decide el curso anacrónico de un río.
Vienen los cirios del resplandor con su amarillo pálido
a iluminar el recuerdo donde se posó la semilla de un árbol
que creció en mí hasta que, combado por la letanía de la lluvia y el sol
el tronco no siente la sangre de su raíz alzarse, manar hacia las hojas
cada vez más ocres sin el agua del renacer en sus peciolos negros.
Pasaron las nubes sobre los párpados caídos de la añoranza
con la epifanía del olvido en su vientre húmedo, y los besos de cristal
amanecieron en los labios, como el purísimo cuarzo de una carne
que minuto a minuto se convirtió en piel de estatua cuarteada
por los ignotos eclipses del destino; entre las sombras del día
las huellas sin perfil no reconocen mi densidad que, una vez,
fue ósea vivencia de un árbol sin linaje en las ramas,
desnudas y azules como las frías manos de un muerto.
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