Yacían las cataratas del ensueño bajo la lápida de los días taciturnos
y no eras tú la voz de marfil en la caracola que un océano libre
convirtió en un laberinto de ciudades perdidas entre las rutas blancas
del resplandor cuando, sin preaviso, volvías del azul con las enaguas al aire,
ya toda tú caracol de lentas heridas tras el maquillaje de las plazas,
sorprendida por los lirios y el verdor de unos ojos que callaban al sentir
las islas del horizonte parpadear como faros de noviembre en la inmensidad
acuosa de los espejos, y fue el silencio del cristal, sin escritura, sin la húmeda
yema solazándose bajo el corazón de un nombre quien devolvió al mar
y a la liturgia de los trenes un ritmo de flechas ágiles como espigas de lluvia
cayendo igual que las horas malditas del anochecer si es que no está tu cicatriz
en la desvelada canción de los dulces pájaros que esconden bajo su plumaje
oráculos incumplidos donde ya no existe el rumor de las mil consignas que te nombran.
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