Con el estrépito de mil carros celestes
que surcan el confín del océano como atletas invencibles
recorriendo la luz de un profundo bosque en llamas
surge la música de su melodía voraz.
Así el bramido que cae en la piel de las olas
y el relámpago venal que enciende la tiniebla
con la chispa mágica de un fulgor cautivo entre vientos ábregos
y largas crestas que se alzan como monstruos sin paz
sobre las dunas que el agua forma en los oleajes blancos
de una sinfonía fantástica y terrible.
La lluvia se agranda como un mar inverso
cuyo armazón se vierte en ondas de agua dulce
y es la tierra fértil su boca abierta a la sed
de todos los veranos que murieron
por no recibir la alegría de un presente líquido
en su matriz de madre virgen.
Y retumban los cristales y el insomnio de la luz
ilumina la negritud del horizonte,
y en tus ojos un resplandor de río culebrea en el iris
con el perfil de una herida que no sangra,
una herida como un espejo que reproduce mi imagen
bajo un nimbo de artificial palidez.
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