Acontece el suspiro que invoca a la secuencia del amor
cuando en la memoria se fija el momento de la doblez cálida
en que la palabra deja de ser hegemonía y son las vértebras,
los huesos y la piel el idioma feliz que buscan las manos en una única
síntesis, en un único mimbre donde las caricias sustituyen al verbo
y los ojos miran al silencio de las bocas, al carmesí o a la carne
de los labios, a la tez tan próxima, al abrazo que extiende
su perfil de enredadera por las axilas, la espalda, el arrullo
de los vientres besándose como niños que juegan a compartir
una estrategia de vaivén y olas, de latido y eco, de finitud
e infinitud en un solo cauce, en idéntico árbol, sus pétalos
y sus ramas perfectamente superpuestos como un nimbo,
como un halo, como un reborde que se perfila y deja
una sombra entre los dedos, una cicatriz con rúbrica
en la que existe un misterio que los une, ella la hoja,
él un fruto alimentado por la savia del amor que provoca
en los amantes un suspiro en el recuerdo cuando ya para
siempre es definitivamente tarde, y no hay vuelta atrás.
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