La lluvia, a veces, se muere de sed porque no basta con el río
que la acoge ni con las nubes que colman su aljibe de lentitud.
La lluvia a menudo es coral de un lago dulce, cabellos de gotas
desnudas que rocían la memoria de los árboles como si en el ayer
la raíz vertebrara deltas que abren surcos de manantial bajo el limo
pétreo de las cenizas que un alud de tiempo arrojó
al origen sin confín de los bosques primigenios.
La lluvia moja las palabras con su lápiz de agua
dibujando mares de luz en la piel oscura del silencio.
Refleja la lluvia mi nombre como un espejo en tus ojos
con sílabas de cristal y tildes de desamor.
Y son abalorios heridos por el cúmulo que vierte su agua encendida
sobre el atril de tu espalda los látigos imberbes del azar
cuando ya no existe saliva en las bocas y un duro invierno
crece en las postales que guardas bajo las pestañas del olvido.
La lluvia entonces deja de ser agua en la canción de la quietud
y es el sol quien te busca entre los jazmines de la niebla
como un hábil pájaro de luz.
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