Fui paciente como el aire que desgasta la altiva roca
desprendiendo la lámina de su ser hasta pulir el silencio
en que vive su corazón de siglos.
Con el dibujo de mi tela creé un dédalo sin salida,
una pegajosa celosía para que la ingenuidad del insecto
pose allí sus alas traslúcidas que ya no volarán
entre el cristal y la pared de mi único hogar.
En el rincón más escondido, en el ángulo en que el fortín
de una moldura se despliega en flores perfiladas
está el taller de mis horas eternas, cómplice de la luz fósil y el hastío,
del polvo de las vigas con su raíz melancólica de árbol mutilado,
del desván húmedo y los baúles sin edad, de la ruina
y el descuido en que viven las habitaciones cerradas,
de las lámparas ya nunca más encendidas; solo acecho.
Soy la laboriosa quietud donde en el tapiz de la muerte
juegan la agonía y el instinto su invisible partida de azar.
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