lunes, 27 de mayo de 2024

La catedral encendida

El gran pájaro, firme pájaro de piedra y cantil,

la sombra lunar en su faz de vidrio -azules y rojos

los colores donde la luz derrama el frío misterio de los ángeles-

moléculas de agua entre el canto de la gloria y el filtro carmesí de los muros,

el sillar antiguo, mordiéndose, con labios y dientes de himnos y deidades;

la llama de la claridad es un relámpago lento que forma un haz de oro

entre las columnas, y la música coral de frágiles voces en un susurro

de amor divino que llega, que busca el arrobo de las miradas,

la continua sed de las almas en el aire perfumado por las lágrimas

que han visto el éxtasis, la anunciación, el martirio y el don invisible

de la palabra alzarse hacia el arco en crucería, hacia la bóveda lisa

como una piel de cal y sueños, hacia el resplandor que finge latidos

de sol desplazándose con la armonía de unas alas traslúcidas,

alas de polen blanco, alas de espuma y nieve, alas angelicales

extendidas sobre la plata y el hilo, sobre los cálices y las casullas,

sobre la custodia de fino artesonado, sobre la vigilia del penitente,

absorto en su rumor de letanía como un largo aullido, aullido mudo

que viaja por las arterias y la noche eterna de la duda, la duda

del hastío y el perdón, la duda de ojos grandes que se posa

en un nombre y lo alimenta con el veneno azul y el vino negro

de la virtud, virtud de atrio y bautismo, de ángel sin nubes,

de corona sin flama en los cabellos canos del creyente,

de cáliz donde habita el más omnívoro de los silencios.

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