El gran pájaro, firme pájaro de piedra y cantil,
la sombra lunar en su faz de vidrio -azules y rojos
los colores donde la luz derrama el frío misterio de los ángeles-
moléculas de agua entre el canto de la gloria y el filtro carmesí de los muros,
el sillar antiguo, mordiéndose, con labios y dientes de himnos y deidades;
la llama de la claridad es un relámpago lento que forma un haz de oro
entre las columnas, y la música coral de frágiles voces en un susurro
de amor divino que llega, que busca el arrobo de las miradas,
la continua sed de las almas en el aire perfumado por las lágrimas
que han visto el éxtasis, la anunciación, el martirio y el don invisible
de la palabra alzarse hacia el arco en crucería, hacia la bóveda lisa
como una piel de cal y sueños, hacia el resplandor que finge latidos
de sol desplazándose con la armonía de unas alas traslúcidas,
alas de polen blanco, alas de espuma y nieve, alas angelicales
extendidas sobre la plata y el hilo, sobre los cálices y las casullas,
sobre la custodia de fino artesonado, sobre la vigilia del penitente,
absorto en su rumor de letanía como un largo aullido, aullido mudo
que viaja por las arterias y la noche eterna de la duda, la duda
del hastío y el perdón, la duda de ojos grandes que se posa
en un nombre y lo alimenta con el veneno azul y el vino negro
de la virtud, virtud de atrio y bautismo, de ángel sin nubes,
de corona sin flama en los cabellos canos del creyente,
de cáliz donde habita el más omnívoro de los silencios.
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