Sin pedirlo, sin buscar abrigo, pones sobre mí
tu manto de espinas. En el aire como nitrógeno
te extiendes, en el sol, en la luz, en la penumbra,
en el eco de la noche escucho tus latidos de reloj perenne.
Al hablar no ignoro tu suave pátina que viste de acentos
cansados mi voz hospitalaria. En la memoria eres un vivo
manantial que no haya fin como no haya fin la herida muda
de las ausencias. Tu forma es múltiple, tu color es gris, tu paz
muerde en el corazón con incisivos de añoranza. Cubres
con un velo mis ojos y posas hilos de agua en mis pestañas
como fina lluvia sobre el jardín sombrío de tu eterna mueca.
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