miércoles, 12 de julio de 2017

El exilio marino



Hasta aquí una extensión de tiempo y magnitud.
Nace el niño con dos velas en los ojos y unas alas
por crecer. Para nosotros es el círculo del reloj
quien incrusta sus horarios como un gong frenético.
Hay que viajar hacia otras colinas donde casas
indefensas se esconden tras las galerías del puerto,
bajo un olor a alquitrán y un rastro de peces moribundos.
Estaremos bien aquí, me digo, pero solo es una pregunta
que lanzo al mar como si lanzara una piedra pulida.
Juan llora y ese hábito se instala en la noche.
Las paredes de este hogar son inhóspitas
y el agua rocía la caoba con miríadas de adioses.
No me acostumbro a caminar entre calles que pronto
terminan al pie de brezos, pìnaza y una sutil melancolía
de sendas olvidadas. Esta gente no conoce otra cosa
que la bravura de un océano blanco, la aspereza
de los huertos y el fulgor del vino en los labios.
Y yo sé que aunque regrese a la ciudad de mi ayer
llevaré en mi interior un gusto de sal, una locura de arena
y una extraña añoranza que no puedo definir ni quiero.

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