Tu pequeñez es un contrasentido.
Porque alzas la voz,
ríes como si atronaras las manijas del tiempo,
se mueven tus manos
cruzando el aire de pájaros invisibles.
Tenemos los mismos ojos oscuros de la derrota,
tú igual que yo sabes que el hoy se dibuja
en los caminos tapiados, en los cielos sin hogar,
en la lejanía de los paisajes verdes.
Pero te asomas a las ventanas
con la esperanza vieja de los renacidos
aunque detrás no exista la luz del triunfo
ni el laurel de los cuerpos vigorosos.
Me llevas a los sábados sin luna
como si me hubiera perdido entre las esquinas,
la multitud o el cansancio
de una meta extraña.
Te escribo para que no olvides
la fugacidad de aquel encuentro
entre semáforos y calles pintadas por el festín
de la adolescencia o la juventud insomne.
Con los años te vi en la ciudad marina,
el pelo blanco, el andar fósil
de las palomas heridas.
Lo mismo que yo y mi sombra
que persigue a la hembra que quisiste ser
bajo el parasol de la compañía frágil.
Si alguna vez tu mirada me busca
que sea en la nostalgia de los atardeceres eternos,
en esa línea del crepúsculo que vive dentro de este corazón baldío.
No somos un nombre,
somos el efecto gris que guarda un resplandor
de olas encanecidas,
una lengua con la que hablar juntos
a la misma muerte.
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