¿Cuándo imaginé el mar que me acuna?
Es real su lengua sin ansia,
su calmado visaje de junio,
su bravío ímpetu tras el soplo del invierno.
¿Qué sería de esta ciudad,
cuál el abrigo de una piel esbelta,
dónde la memoria del huso,
la cintura en que la tierra
se deja besar por la ola amante?
Siempre busco los jardines de su vientre,
arbóreos como un tapiz de copas símiles
que se arrullaran contra el viento
o sudaran la sombría gratitud
de un nido indócil.
Gritan los marineros la bienvenida del amanecer,
en la proximidad de la bocana,
reverberados por las primeras luces
que hallan su isla en el cristal pulido.
A la vera de las plazas,
en las agujas de las iglesias,
rotas las fuentes,
mientras dormitan los bares su vastedad de arrobos
un desdén de círculos es mi pensamiento.
Porque la madrugada
como una flecha unívoca solo permite un destino;
no hay vuelta atrás,
mi cuerpo sigue ausente en un frenesí de callejas,
altivos los cruceros,
quejumbrosas las junturas de este firme cargado de siglos
donde resbalan mis suelas carcomidas por el roce perpetuo de los pasos
hasta el muro,
hasta que de nuevo el mar
como un sirena terrible me invite a la espuma,
al arrobo del faro
que no cesa de destellar su auxilio.
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