Solo conocíamos la inocencia del mundo
hasta que tú apareciste y nos enseñaste
el poder del sexo.
¿Fue, quizá, la arquitectura
de esos meandros que tan fácilmente mostrabas
la línea donde los ojos fluían, el sinfín del tacto
al copular con la piel, el botón altivo de los senos:
azabache, rugoso, insinuante?
Después las citas con los oscuros libros en las manos,
el tránsito diario por esta ciudad
que nunca acabé de recorrer,
la memoria ejercitándose en los viejos pliegues
de los artículos y la justicia.
Al mediodía la arboleda,
el café como una pausa tácita,
el tráfico y el deseo
que no sabe exhibir su bandera,
la rutina de los diálogos heredados,
los fines de semana cálidos
como una lengua húmeda.
No fui el río que esperabas,
tal vez sean los artificios del éxito
quienes eligen tu patria.
Te pedí hablar con el teléfono en la boca fría,
demasiadas veces tu cuerpo vibró en los azulejos,
tembló en los licores sin sed.
Todas las despedidas huelen a humo,
en cualquier adiós se marchitan
las flores del futuro.
Vuelve a tu casa
que a mí me espera el último autobús rojo
que enfila el corredor de la noche.
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