El tren inventa un trazo inmóvil
porque quien viaja
es la sombra de mi vida.
Aire tibio en el jardín otoñal, sin luz
de primavera,
el llanto del mar desde la voz de la
caracola
ruge como un poderoso volcán.
Soy un niño ante el azul con un balón de
playa entre las manos,
y la lluvia del invierno, cansada de
morir en mi piel
que, sin premura, la arroja a la sed de los
relojes,
vuelve como canción de un himno fugaz
bajo el cielo gris de la ausencia.
En la historia simple de mi casa no
envejece el silencio
ni el balcón es un navío que recorre las
edades a la busca de mi ayer.
Y hay ceniza caída en las alfombras, y
hay números indefinibles
que no son años sino metamorfosis del
tiempo
que vibran como notas de laúd en los
oídos,
y hay un cristal donde se dibuja la faz de las
historias no contadas,
y hay papeles escondidos en las rosas ya
marchitas
por el crepúsculo de los corazones.
Dicen que el hogar es tan solo un
recuerdo que nos devuelve a la infancia,
lo cierto es que esa infancia es el hogar
del que nunca nos hemos ido.
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