Toco su textura, no escucho, no oigo, no veo, no me llega
su olor ni he probado su carne dura y firme. Hay palabras
que la nombran, pero los nombres por el aire no se ven,
ni tintinean sus sílabas, ni saben las vocales a dulce ni
huele el silencio de sus letras. En mis ojos las formas
y el color pero están ausentes el sonido de un golpe
en sus entrañas, la lengua sintiendo la aspereza de la piel
de las cosas, el fluido a nada o a barniz o a cal. ¿Quién
memoriza los olores vacíos del mimbre, del algodón,
de la caoba y el acero si nunca son los mismos? Y el
gusto que roe su alma primigenia con ansia de amante,
sin la voz que la nombra bajo el clamor sonoro del viento
entre los pinos, ni el perfume oculto en su invisible raíz
ni la rotunda piel expuesta a la caducidad del tiempo
inexorable. Y cómo nos embarga el vago efluvio del rosal
pero no la vista que se pliega al sentir su frágil aroma,
ni mi índice que no se atreve a alcanzar la flor ni el pétalo,
ni la muda presencia de la espina en su tallo enhiesto,
ni siquiera todo mi ser que recibe agradecido cada
sensación que me posee en los días y en las noches,
en la realidad y en el sueño profundo del vivir.
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