Con qué lentitud recita la lluvia su estrofa de agua.
Este gris, este velo que pone en los iris un haz de melancolía
extiende su manto nebuloso sobre la cara ocre de las tejas,
sobre la piel lisa de los ventanales,
sobre el vacío de las plazas oscuras,
sobre la misérrima luz de las farolas.
Veo el efluvio, la minúscula mortaja del orvallo,
las ondas del aire con su túnica invisible de abrazos,
los paraguas como hongos húmedos,
la premura de los transeúntes,
el amarillo sobre el pavimento
como una segunda pátina
desde los faros redondos de los utilitarios.
En el mercado las voces anuncian un despertar,
la riqueza primigenia del crustáceo,
de la hogaza, del fruto hortícola, de la carne púrpura,
del pez plateado, de la legumbre y la especia;
tierra y mar, amanecen.
Al hombre que soy aún le mojan los recuerdos,
llovía cuando tu ausencia se hizo luz,
luz de agua en mis ojos.
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