Abajo, en la tierra, entre colinas, un enjambre
informe
de bóvidos, una masa que hiede con ubres que el estiércol
matiza. Ningún pasto vivo, nada salvo la raíz y el
color ocre
como un mar algas en un valle sin manantial. El
légamo,
la podredumbre, el fulgor de la canícula, el pecho
fuerte
del embrión, los rebaños de plata, los doce toros como
centinelas con la testuz del designio y el veneno de
la luna.
¿Cómo limpiar el ojo fértil, las láminas del humus, el
detritus
de la especie, el manto de la auténtica vida, su olor
a infamia?
La sed de los ríos es una lengua húmeda que lame el
silencio
del lodazal, la orgánica virtud que una res deposita
como ofrenda,
óbolo sin la cicatriz de un nombre. Otra vez, en la
sima del día,
la cintura de la hondonada reluce. Ya es verde la piel
de la tierra,
se ha cumplido, de nuevo, la voluntad del semidiós
desnudo.
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