Qué firmamento batiente de alas,
espesura cromada por el bronce,
crepitar de rasguños en la bóveda azul.
Ya la sombra elige el agua,
en el cielo una llovizna de pájaros,
hiriente su garfio,
picos de enhiesta latitud
que clavan su sed en los lejanos viveros de la paz.
La diosa Atenea, bajo el altar de la música,
regala al héroe un crótalo de plata,
sonido que reverbera en el eco,
estridente como un látigo que rozase sus hilos
con la voz coral de Medusa.
Huyen los pájaros hacia la isla del dolor,
las flechas arrojan sobre la cúspide de los juncos,
en la maraña del tupido manglar,
su hostil aliento de muerte.
Hay arpegios que engalanan de broncíneas plumas el
silencio,
lejanía de aves en el jardín del légamo y los
nenúfares verdes,
colmena que brilla, faro de olvido en la boca de un
mar negro.
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