Con su tridente de nácar
el dios dibuja en el lecho oceánico el perfil de un
toro,
lo iza con su bestial apariencia hasta el acantilado
en sombra,
su bufido calcina el sol del páramo.
Un presente que nace del agua reluce como el coral,
no es cetáceo sino furia que embiste
con su blancor ebúrneo el fruto de la mies,
el tronco de los hombres
abiertos al pitón
igual que ovejas niñas.
No hay sacrificio, solo fertilidad incesante
¿será lujuria el resplandor de la semilla
que el carnívoro febril arroja a la nieve del sexo
infinito?
Lo oculta Minos
que conoce la gloria de los rebaños puros,
su perfección de manada azul;
desafía con lánguido desliz la dádiva del poder marino,
agravio de la luz, eco en la diáspora del ardor
que en su pecho crece como un dardo enfebrecido.
La pasión es una doncella omnívora,
un falo colosal en el ovario regio,
la catapulta del embrión
-mitad bestia, la otra mitad, pensamiento, cruz del destino-.
¿Y dónde Hércules tu altivez,
príncipe de la penitencia,
esclavo del propósito,
estatura que se mece en el viento
sin latitud
cuando la sumisión impide que brote el lirio de la
libertad?
Tú el origen de la flor bravía,
el mensajero que cumple las proezas con el desdén del infame,
tú que no has conocido al Minotauro, ni a Teseo, ni a
la cómplice Ariadna,
hoy vences al toro voraz, mientras en su testuz
imaginas el nombre de Zeus grabado.
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