La pared es un largo espejo
de figuras inmóviles.
Molduras donde habitan los
rostros que han vivido
en su piel de cálida hembra.
La casa está en mi edad
como un faro de la memoria
que brillara en el tizón
de los silencios. Juegos no
dibujados en las baldosas
de grecas marrones, un
teléfono de timbre ágil
sobre la repisa común, el
reloj de pajarita con agujas
doradas, pequeños cuadros,
oscuros, misteriosos, sin paz.
Duerme mi voz bajo la araña
de cristal, las sillas medievales
que nadie ocupa, la cornucopia
que jamás recibe la luz del día,
solo los rayos amarillos de
la intimidad. Y la música en mis oídos
donde los sueños vuelan sin
alas, como arpegios de jabón
entre nubes de futuro, como
gotas de lluvia que en vez
de caer se impulsan felices
hacia los cielos del azar.
La casa vive en mi mano de
niño, mi eterna mano
de niño que se abre a la
noche iluminada, fanal
de luz que titila en la cornisa de mis
ojos.
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