El tren lleva rosas en las
ventanas,
así imagino yo el día en que abril
se esparce
como un viento cálido.
La ciudad es de vidrio, metal
y mármoles blancos
y no de espuma ni alcanfor,
la ciudad ha visto muchos
nombres que no son los de sus calles
volar sin alas como espectros
que nadie deletrea,
como sinónimos de aire, invisible
aire,
traslúcido aire, aire sin
densidad
ni vocales, aire azul de océano
infinito.
Y no me bastan sus jardines
ásperos,
ni sus plazas insomnes, ni el
color triste de los naranjos,
ni el lento tráfico de las
avenidas, ni siquiera fingir tu figura lejana
bajo una pérgola de hojas verdes,
inmóvil en su pedestal
de oráculo y mitos, con tu espalda al sol
y tu pecho batiéndose contra
la luz.
Y en la subterránea ciudad el
silencio de los ojos,
los móviles encendidos como
faros sin mar,
las miradas con fulgor de hambre,
el cielo cóncavo de yeso y
antracita,
la música que reverbera entre
paredes
que son túneles de misterio y
odas sin héroe,
que son largas heridas de escarcha,
sucias y fértiles bajo el magma
de la infelicidad.
Y en el día, yo que espío sin
querer,
yo que no sé mi edad, yo que, inútilmente, vendí
mi sombra,
aún espero encontrarte.
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