La serenidad de la lluvia
moja las agujas nobles que pintan el cielo.
Me llama la luz mortecina de
las velas,
mis pasos sonoros alteran el
trino inaudible del silencio,
esta atmósfera de cantos no oídos,
de rezos antiguos
como salmodia de ángeles, los
bancales de madera
envejecida sudan oraciones
blancas,
las viejas pilastras crecen
hacia la bóveda de nervaduras en cruz.
Mi piel recibe el aliento
místico de los penitentes,
capillas en sombra con cirios
redondos como fanal que guía
a la fe de los niños, y en lo
alto vidrieras multicolores
que me miran con sus párpados
envueltos en luz,
su frío de escarcha, su
pasión de Gólgota, su sed de anunciación y gloria.
Palpo con mis dedos la
espalda recamada de este santo peregrino,
al frente la nave es un río
de amor, una piedad humilde,
una vena que ora y enmudece a
la vez
como el misterio mismo de la
invencible creencia.
Y este aroma a incienso volátil,
este arrullo del órgano con tez de plata,
ese sitial tallado, sillas de
ébano infeliz, de hábito cruel,
de sentencia y noche, de intolerancia
y fuego.
Y en el retablo el oro y el
marfil, la custodia cerrada,
el cáliz vacío, los apóstoles
y una virgen que lleva en su vientre
al Cristo de los ojos
cerrados y de la inocencia dormida.
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