martes, 25 de julio de 2023

El invierno hizo que me refugiara en el Catedral

 

La serenidad de la lluvia moja las agujas nobles que pintan el cielo.

 

Me llama la luz mortecina de las velas,

mis pasos sonoros alteran el trino inaudible del silencio,

esta atmósfera de cantos no oídos, de rezos antiguos

como salmodia de ángeles, los bancales de madera

envejecida sudan oraciones blancas,

las viejas pilastras crecen hacia la bóveda de nervaduras en cruz.

 

Mi piel recibe el aliento místico de los penitentes,

capillas en sombra con cirios redondos como fanal que guía

a la fe de los niños, y en lo alto vidrieras multicolores

que me miran con sus párpados envueltos en luz,

su frío de escarcha, su pasión de Gólgota, su sed de anunciación y gloria.

 

Palpo con mis dedos la espalda recamada de este santo peregrino,

al frente la nave es un río de amor, una piedad humilde,

una vena que ora y enmudece a la vez

como el misterio mismo de la invencible creencia.

 

Y este aroma a incienso volátil, este arrullo del órgano con tez de plata,

ese sitial tallado, sillas de ébano infeliz, de hábito cruel,

de sentencia y noche, de intolerancia y fuego.

 

Y en el retablo el oro y el marfil, la custodia cerrada,

el cáliz vacío, los apóstoles y una virgen que lleva en su vientre

al Cristo de los ojos cerrados y de la inocencia dormida.

 

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