La multiplicidad y el ojo que aprende a distinguir la huella.
Curvas y formas sin un orden imprescindible,
el mimo y la palabra pulida,
inmemorial como un texto labrado en la luz,
el pigmento que ama el color, los rostros en instantes de luna,
de perfección, de añoranza de lo eterno, las notas de un piano,
tristes o lúdicas que provocan el despertar de la fibra más íntima,
las imágenes en un lienzo estático, la vida recreada,
las historias que no mueren, historias con ramas y raíces
como árboles de un bosque humano, ese perfil de geometrías
con símbolos en su tez, perfección y asombro ante los efectos de la claridad,
ante la delicada cadencia de las líneas, ante la gloria de los edificios inmortales.
El baile armónico donde danzan los pájaros con música dulce,
la escritura que desvela la doblez del mundo,
los espacios ignotos, la recreación del pasado,
el sueño que imagina monstruos planetarios,
realidades que se superponen a la realidad,
vivencias que transmiten un eco del sentir,
una sintonía de coros sin voz que, unánimemente
cantan, sin que sea necesario oírse.
El arte es tan solo memoria de lucidez,
bálsamo de vida,
goce intimo que no se pierde en la luz
y niega la sombra.
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