Ágil soy
como el arpegio de los ángeles,
la armonía
es la palabra que el aire elige como bandera,
miles de
universos, culturas azules como los lagos del Nepal,
la raigambre
de los ópalos y el cono inventado por la luna
de los Balcanes,
los olimpos invertebrados y este látigo
que de mis
hombros nace, que fluye y golpea la incandescencia
del tiempo
y la lógica.
Qué música
sin mapas escribiré
si los trenes en la nieve, las ciudades de ámbar,
los
hospicios de África son como diamantes perdidos
en el
fulgor de un verso, una metáfora surreal en la sima
del
inconsciente; el ritmo de diez octavas vuela sobre mí,
los nómadas
ya no caben en mi boca, aquel abril que quise insolencia,
no inquietud,
no artilugio, no razón de un discurso impar.
Canta
conmigo hasta el fin, porque en los tejados aún danzan los derviches,
en la isla
de Bali el color es neutro, y hay mandrágora,
azul intenso
y romerías en los aquelarres del azar.
Siempre a
la busca de un oro gris, la perla de un sueño
rima con mi
nombre, vestido de cualquier forma,
como si las
alas no quisieran volar, gesticulo,
títere amorfo
de los escenarios sin voz.
Dejadme
sentir el aire cálido de los magmas,
no el oxígeno
viciado de la realidad,
dejadme
morir como un hombre,
nada en mí hay de santo, ni soy umbral de comedia.
Dejadme
junto a las olas de la fantasía y de los duendes,
junto al
misterio y los ritos ancestrales, junto a la luz
de lo
arcano que nunca conseguí ver tan clara como ahora.
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