Siempre
busco la luna al atardecer,
su ojo, en
ocasiones totalmente abierto,
en otras medio oculto bajo una pestaña
con forma
de alfanje o de hemisferio,
se
convierte en un candil, en un metal precioso,
en una
canica suspendida sin hilos ni cuerdas,
ni alas ni
magia, sin un teatro detrás,
a no ser
que a Dios le adjudiquemos su obra,
un grano
desprendido de su índice como una lágrima de luz,
como una
perla traslúcida, como una guadaña febril
que invita
al sueño, a la locura del amor, a la lírica de los poetas,
a que la
imaginación de los niños la pueble con pequeños cisnes de plata,
al misterio
y a la oda, al canto de los planetas no visibles,
al brillo
de las constelaciones como espirales o cúmulos lácteos,
a los
cinturones celestes y el cuásar,
a la
aventura cósmica de un nuevo Jasón.
Cuando la
noche llega, la luna es la eternidad y el olvido,
yo la busco
al atardecer porque entonces está alegre,
alegre de
que el sol le ceda por unas horas el imperio de la luz.
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