Guarda la noche tigres de hielo en los ojos,
noche de focos invertidos,
negra noche de cristal en la piel del mar,
noche de líquenes granates y luz sin luna,
noche vencida por el músculo de los autos,
como el nuestro, arquitectura de metal blando,
caja donde los ecos de las palabras vuelven a las bocas
y repiten la cadencia musical de una pregunta,
habitación móvil que sube por las calles pétreas
-comercios envejecidos, iglesias envejecidas, hombres envejecidos-
con los faros velados, con el runrún arrítmico de una máquina
también gastada por el tiempo, también envejecida, solidariamente,
como árbol de bosque, como sillar de catedral,
como flor de un jardín de mármol,
como peatón que nada en la marea de la oscuridad
entre peces con forma humana y voz de dragón ebrio.
Pero tú y yo solo escapamos de una cárcel llamada vida,
bebemos horas de candor, juegos de azar,
mensajes escondidos en respuestas ambiguas,
saludos que descargan nubes de alcohol en los rostros,
con un halo de tapiz común, de armonía sin fin
tras la reconocida música de los himnos,
y la voz áspera de Tom Waits en los labios de Emma.
Pero siempre el alba nos reconoce
y el auto prosigue hacia el sur de los teatros,
culebra que roza las esquinas, peligrosamente,
como un submarino que atravesase en zigzag
los corredores que dejan entre sí los icebergs del ártico,
hasta que un misil perdido entre la bruma lo abate,
un hombre con los brazos en cruz dibuja un Ecce Homo sobre el asfalto,
una motocicleta roja vierte su sangre de gasoil
en el sumidero.
Las luces de un trasatlántico iluminan la dársena
en este amanecer de pétalos ensangrentados.
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