Como hoja de otoño, tu fragilidad.
Aún niño, cayeron sobre ti,
igual que lluvia negra en los pilares del alma,
la lascivia, el semen del monstruo,
las palabras melosas que babeaban silbidos de azufre,
el tacto meciéndose entre las ingles de una carne traslúcida
aún no rozada por el áspid del deseo;
carne lechal que se estira, que mana como un fluido,
pegándose a los huesos, con sed de papiro,
con textura de acanto, con porosidad de inocencia,
resplandeciente como el blancor de la hostia en el fondo de un cáliz,
con el beso último de la madre en tus costillas de ángel sin alas,
con la memoria de la ensoñación, todavía virgen,
brotando en las aceras donde tantas veces jugaste a ser el superhéroe del barrio,
el goleador de los domingos, el ciclista que subía las más altas cumbres.
Pero llegó el otoño, y con él el viento norte, helado, hostil, de nieve quemante.
Un hombre de ropa oscura surgió de un portal aún más oscuro,
un portal de infierno, sin ascuas, como la ceniza de la luz.
Una grieta se abrió en el mañana, y ya no volviste a ser el mismo.
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