Uno vuelve a su niñez
de improviso.
Una mujer, expuesta al sol,
bajo las flores de la pérgola,
dormita.
Cantan los grillos en el límite de la espesura,
canta la querida del emprendedor,
canta la alondra en el peral,
canto yo sin que mis labios se abran a la luz.
Algunas cosas en la habitación mueren cada día,
el halo de mi cuerpo en los espejos,
el murmullo de la sombra en los cristales,
la huella de las voces en los zócalos,
las palabras que, al decirse,
fueron aire.
Leo mientras escucho los latidos del corazón,
en la aldea de mi infancia caerá la nieve,
arracimándose,
como un enjambre de cristal
y hexágonos blancos.
Aquí, tan lejos,
en el hemisferio sur,
ya es diciembre.
No sé decir nada más.
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