El color amarillo se vierte,
no en la luz ni en los dorados,
tampoco en la cornucopia del espejo
ni en las velas guardadas en un cajón de pino.
Se vierte en tu voz y en tu enagua
como en un jardín se vierte el día.
El color amarillo es aire que chispea en briznas,
invisibles partículas de oro que bailan como hadas locas,
como avispas amables que besan la quietud de los cuerpos,
como espigas que amanecen en los ojos
y despiden un maná de átomos que cae,
sin pausa, en la piel de los objetos
dándoles amor, protección
y una cálida fe
teñida de esperanza.
El color amarillo brotó de las paredes como un surtidor encendido,
vive en las lámparas de los techos que despliegan su cabellera
cuando la nocturnidad es un dios,
en la geometría de los suelos
como un blasón de mármol dibuja soles,
en el metal de la alcoba es un estandarte,
un palio, una pérgola que protege el corazón de las sábanas.
El color amarillo en tu jersey de flores,
ligeramente desvaído en tus prendas íntimas,
en el colgante que asoma entre tus clavículas
y es como un faro cuyo haz mata la penumbra,
refulge en los espacios clandestinos.
Yo lo descubro cuando me acerco a ti y es amarilla tu boca.
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