Mástil que se inclina ante el viento de los relojes,
caparazón de fina piel, tapiz liso o boscoso,
de hebras oscuras, o rubias como un sol de poniente,
vara que se alzó hasta donde pudo, primero altiva,
llena de sed y canciones ardientes, después bandera
del recogimiento, receptáculo de amor, desafío a las horas
que, sin piedad, carcomen los tejidos, la porosidad de los huesos,
los vínculos de la sinapsis, la visión clara del antiguo esqueje,
la tersura de los rostros, el latido salvaje de los corazones
que lanzan al aire su clamorosa juventud;
horas que dejan caer la nieve de la noche en los cabellos
y apagan el ritmo náutico de los impulsos
con su oráculo veraz de consumición anunciada,
de empequeñecimiento y olvido, de tránsito ineludible
por este río que lo lleva con su caudal eterno
hacia la orilla cósmica de donde surgió un día
esa mínima arquitectura que hoy regresa a su germen
de ceniza guardada en vaso de acero, o polvo en ataúd de roble.
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