¿No ves cómo nieva en los labios
de la efigie?,
el blancor celeste se
arrodilla sobre el vientre de tu magia,
oropeles lentos que surcan la
frágil astucia del aire,
el primor del tul que
acaricia un seno azulado va hasta ti,
como un abrigo de nácar, como
las estrellas en la virginidad
que en los relojes reluce, como
el ritmo de las amapolas
cuando se abren al hemisferio
del día.
Igual que el cantil, la
acequia, el mudo agujero
que nació boca de albañal, la
estatura de las fuentes
completamente albas, ríen los
caños con su rumor cantarín
de niños en juego, y la plata
ebúrnea, misterio del orfebre
que en la filigrana dibuja un
oráculo, una sed, un miedo,
una mano negra-figa de
nudillos que afilan su noche-
con su arabesco de dédalo y su corta longitud de azabache pulido.
Pero a ti te atrapan las
flores no nacidas, el agua que da razón
al silencio de las gárgolas,
los veintinueve escalones
que junto a la catedral
llevan la corona impar
de una cicatriz en la frente.
Te regalé la música suave
que, lo mismo que un licor, penetra en el río fértil
de los lugares oblicuos, como
un imán de gotas tristes
llegaste a la sombra y al
fulgor, a la sonrisa lírica de las canciones,
a la magia de los saxos, la
guitarra, el piano,
una batería armoniosa-el
pedal, el bombo, los platillos que vibran-.
Viajero de mí, sin mapas, con
la brújula enterrada en el surco del hábito,
dentro del óvalo yo abrí una
puerta, entonces lo rubio fue un nombre,
el ágil espejo de tus ojos
una mentira poderosa
de azúcar en el dintel oscuro,
solo se quiere
lo que fue amanecer, nunca
negritud, en los jardines del olvido.
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