Un pedazo de ámbar cuelga de tus
ojos
sin que reverbere la luz en
su centro.
Eran los gestos comunes, las
calles compartidas,
los cines de segunda sesión,
los libros de bolsillo,
los paseos de madrugada
cuando la lluvia es una lengua húmeda
que bendice la piel, nuestra
alianza.
Pero no es suficiente el oro
de los gustos
ni la verbena de las fiestas
a las que enviamos las
sombras que nos hieren,
no basta un latido común que nos
aprisione en suburbios,
en recitales donde cantan los
sueños,
detenidos en la noche cuando
la catedral es un barco luminoso
anclado en su metáfora de
candiles y yedra.
A veces las palabras son un
tambor oxidado,
oyes el eco antes del golpe,
confundes una afirmación con
las ropas viejas de la mentira que vence,
y te regalan números de
teléfono, la soledad del mar
que requiere dos cuerpos para
ser un dios,
la vergüenza sin código que
muerde mi voz
con el impronunciable
murmullo del ansia.
Y aunque te vista de trenes
al amanecer,
aunque seas playa de invierno
con su magia de luna
en el crepitar de las olas,
aunque nademos en la piedra
de las ciudades melancólicas
como gárgolas recién nacidas,
aunque no exista un más allá
que los pasos en la niebla,
los suspiros que aman la
pérdida,
el corazón roto tirado en las
alcantarillas del encuentro;
algo quedará, una rosa azul
inexistente,
una huella que hizo del amor
una pregunta,
una canción que no cantamos
juntos,
una vida no vivida en donde
podría haber nacido el fulgor,
la llama duradera de un
tiempo sin otra verdad
que nuestros nombres
copulando en las esferas de los relojes ausentes.
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