No estuviste allí y estuviste,
en la huella del estío y el alambre del pájaro,
en las rodillas del agua y en los músculos blancos de la fiebre.
en la huella del estío y el alambre del pájaro,
en las rodillas del agua y en los músculos blancos de la fiebre.
Cien tejados de ocre y tejas sin horóscopos,
la voz de los árboles o el crujir de las alas
con los labios húmedos de primavera.
El trino o el chirriar de las nubes
busca gestos anónimos sobre la ciudad mojada.
Yo vivo en la hermosura de desconocer tu nombre,
yo dibujo murallas de oro gris
en un vaso que perdió la sed
después del frío y la luz dormida.
Sin hablar hablo a tu sombra,
sin ojos veo un cuerpo inalcanzable
de rastro carmesí en un dril de carbunclo.
A mis amigos les doy pronombres y calidez,
en una llave rojiza flirtea el corazón de tu voz en llamas,
es que te alejas de ti en volutas y barcos híbridos.
Y no existe una esquina sin que flote el arrullo
de tu esqueleto-vértice desdoblado, bies ambiguo,
néctar en el peciolo de la hoja-
como herida en los ovarios de un catecismo
sin reglas.
Los viernes azulea la catedral,
hay un amago de lluvia torpe,
los martes son de plata y azabache,
los jueves el olor a incienso es un mar
en el canal de tus pechos.
Ya ves que, sin memoria, invoco tu paso volátil,
un espectro en la flor de un vaso lúgubre,
desnudo de alcohol y música.
Volverás a donde no has estado,
en parques de verano tu jazmín invisible,
en un concierto tu boca agitada que susurra la canción
y le da un eco de margaritas rojas;
en los signos del día y en el primor de los balcones
abiertos a la luz y en los vagones olvidados
de las estaciones rubias, tu huella.
El mañana que tú eres regresará al pasado que sembraste,
colinas y fuegos sacros en la oscuridad
y una pregunta que no cesa,
¿siempre estuviste allí
o era yo quien te llevaba conmigo?
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