Ninguno cuenta las brazadas del otro,
ellos saben que hay un límite de cemento y loza
donde el agua se estanca como un charco infinito.
Los nadadores nocturnos no tienen nombre,
son fríos como un pez del ártico,
pero nadan en las aguas cálidas del recuerdo
con la precisión del atleta
que ha recorrido mil veces el mismo surco.
No se desvían,
alzan los brazos,
los hombros son una metáfora,
las piernas un ángelus de espuma,
el horizonte una nube o un mural
donde viven las ninfas.
Son especímenes de un acuario cristalino,
aunque pisen la atmósfera turbia de los días
cotidianos
-un trabajo sin futuro, la casa de desportilladas
paredes,
los semáforos, el yo de la materia y el tacto del sol
en la piel seca-.
Avanzan y repiten su soliloquio lineal,
la respiración se duplica;
los ejércitos de la sangre son campanas en la niebla,
azúcares que ronronean en la boca, en las papilas,
en la serpiente de un cuerpo mojado por las moléculas del
azar.
Al irse, un relámpago en los ojos les devuelve un
signo cómplice,
mañana otra vez nadarán lejos de la oscuridad,
en la placenta de la vida, sonámbulos y alegres,
tras dos horas de compañía y silencio.
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