Todavía se siente árbol
y no obra pulida,
tablón ajado,
madera sin color.
Sus pies son un racimo de hierro,
una raíz vertical, forjada sin destreza
que surge entre la tez
y el frío senil
de los días de invierno.
Escucha la palabra y a menudo el silencio,
la risa de los niños,
el espacio sin palomas
donde las confesiones hieren;
el sol derrama un frenesí de luz en la faz de su piel,
el amanecer o el ocaso alegran su aliento
con rebumbio de pájaros.
Pero también hay fidelidad,
en el hombre que silba despacio,
en la romántica ensoñación del adolescente,
en la inquietud que nace de unos ojos caídos
en la desesperanza.
Su condena es la mudez, la vigilia del secreto,
no es refugio de intemperie, sino altar
de plegarias sin voz. Antes fue semilla,
tronco altivo, hojas y verdor;
hoy se dibujan sobre el barniz de su frente
inútiles palabras de ausencia.
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